Los Simpecados Rocieros

Al llegar un nuevo sábado incorporamos un artículo histórico, en este caso de Fray Sebastián de Villaviciosa, que publicó la Revista Rocío en diciembre de 1961 y que, como siempre, para éste día dedicado al recuerdo, ha seleccionado tan generosamente nuestro amigo y colaborador Antonio Díaz de la Serna y Carrión. Esperamos que disfruten con su lectura.

Cuando el pueblo andaluz discurre sobre Dios y sus atributos, correría el peligro de extraviarse en el error, por su exceso de fantasía, de no cogerse a las manos del catecismo. Pero cuando piensa en la Virgen, el corazón se le convierte en poderoso motor, descubriendo privilegios insospechados.

Siglos antes de que la Concepción Inmaculada fuera definida como dogma de fe, el sentimiento andaluz, empujado por el amor franciscano, fue la varita de zahorí que lo descubrió, oculto como vena de agua en las páginas de la Escritura, entablándose un apasionado diálogo entre el pueblo andaluz, teólogo mariano por naturaleza, y los grandes genios cristianos del siglo XIII, teólogos por gracia, que, fundados en ciertas razones, afirmaban con todo el dolor de su alma el que un instante, el tric de un relámpago, el alma de la Virgen fue manchada por el pecado para que pudiera ser redimida por su Hijo, Redentor universal.

En bloque de granito se levantó Andalucía para negar este instante. ¿Qué por qué? Porque se lo daba el corazón, que tiene razones incomprensibles para la razón, como dijo un sabio. A eso de que todos pecamos en Adán, la fe sencilla respondía fervorosa, que sí, que todos, menos Ella. A lo otro de que también la Virgen fue redimida, respondía, que de acuerdo, pero sin necesidad de caer en el pecado primero.

Pero en algo tan serio como la ciencia de Dios, no basta afirmar una cosa, se impone la prueba de hallarse contenida en la Biblia. Ante la divina terquedad de todo un pueblo, que acabó contagiando en su fe concepcionista al mundo entero, los teólogos no tuvieron más remedio que leer y releer las Escrituras a la luz de dos luces: la inspiración del Espíritu Santo y el entusiasmo popular. Esperaba el Señor este esfuerzo, lo quería, y como recompensa, ¡que se haga la luz!, y la luz se hizo. No hubiera llamado San Gabriel a la Virgen llena de gracia, si le hubiera faltado un solo milímetro: el instante relámpago de su Concepción, puesto que los ángeles, voces de Dios, llevan siempre en su decir la exactitud divina.

Sobre tan seguro principio, lo teólogos franciscanos formaron el argumento concepcionista, que dice así: Pudo hacer Dios que su Madre fuera concebida sin pecado. Negar esto, hubiera sido limitar la Omnipotencia divina. Convino que así fuera, pues lo contrario hubiera sido un triunfo del Demonio sobre Cristo, al serlo sobre su Madre. La conclusión de tan claros principios se venía sola a las manos: pues si pudo y convino, luego lo hizo.

También Cristo redimió a su Madre, pero no como a nosotros, levantándonos de la tremenda caída del pecado; a Ella, sosteniéndola para que no cayera. La Concepción Inmaculada se cantó en sencillos y maravillosos versos que tremolaron al aire de las azules banderas concepcionistas:

En tu pura Concepción
la Gracia y Culpa reñían,
porque las dos pretendían
fijar en Ti su mansión.
Aprovechan la ocasión
y se ponen en carrera;
la Gracia fue más ligera,
llegó primero y entró;
tomó la llave y cerró,
dejando la Culpa fuera.


Las banderas de combate que se levantaron en aquella divina pelea, acertadamente se llamaron simpecados. Triunfante como dogma de fe, lo que hasta entonces había sido piadosa creencia, se arriaron las banderas con el olvido de su nombre, menos en las hermandades rocieras que las siguieron levantando para orgullo santo del pueblo que más peleó por el real privilegio de Nuestra Señora.

Los simpecados rocieros tienen el privilegio de ser un recuerdo apasionante de la Virgen por quien se levantan, al tener la razón de la flor, el anillo, la foto que damos a los que queremos, y prendas de alianza. Son más que una foto, por llevar en sus bordados reflejos de la Blanca Paloma, prendidos con el aroma de su monte y la claridad de la marisma. Son los medios por los que la Virgen reparte sus milagros a los que no pueden llegar a sus pies para pedírselos. Como la leña que en la expectación de todo un año mantiene en los pueblos el fuego sagrado de la devoción rociera. Como la hostia deslumbrante donde se oculta la Reina de las Marismas para su estar perenne en todas las partes d su imperio, y por todo eso, el que sean los únicos estandartes que se levantan sobre altares con honores de culto.

Cercana y ala fecha de la romería, los simpecados son llevados al altar mayor para la novena o el triduo. El día de la marcha, la misa de romeros viene a ser como divino embrujo del Simpecado, como electrizarlo de milagros para las descargas de fe con que irá sacudiendo las almas hasta llegar al Rocío. Cuando lo bajan del altar y pasa entre la gente, la devoción, en actitud de firme, le tributa el homenaje de esos cariños fuertes que sólo tenemos para nuestras madres, y la emoción más santa los empuja a la puerta donde son esperados con la impaciencia de algo definitivo en el logro de un ardiente deseo.

Las alegres portadas del Aljarafe y el Condado, no parece que fueron hechas para otra cosa que para servir de custodia a los simpecados rocieros. Ya la devoción estalla estrepitosa, y el baile por “sevillanas” tiene esa firma gitana que sólo sabe echarle la gente rociera. El acto de poner los simpecados en el trono de sus carretas, tiene todo el carácter de bandera que comienza una marcha de gloria para los que van, y de martirio para los que se quedan con el cuerpo, pues no hay devoto de la Blanca Paloma que no le mande el alma con el Simpecado de su pueblo, prendida en su embrujo.

No ir un año al Rocío, martirio y crucifixión que lo convierte de Tabor en Calvario. El sentimiento rociero, en su afán de honrar a su Virgen, he inventado sacrificios que martirizan los cincos sentidos. Me decía una de estas “inventoras”:

“Eso, padre, de ir calladita al Rocío con lo que supone pa una mujer, como lo de ir descalza, como lo de estarse dos horas con los brazos en cruz sosteniendo dos velas encendidas, me lo sé yo de memoria por haberlo hecho no una, sino cincuenta veces, y son tortas y pan pintao pa la penitencia que me impuse una vez, a la cuenta de un milagro de los gordos que la Virgen me hizo, la de estarme to un santo año, de enero a diciembre sin ir a verla. Ahora, padre de mi alma, que una y no más santo Tomás, aquello fue por lo que fue, y en mi vida volveré a mandar una promesa tan atroz. El día que salieron las carretas, me di una de llorar que me crujió el pelo, poniéndome hasta mala, que asustao mi marío mandó llamar al médico, no tomando na de las medicinas que me mandó por saber de sobra dónde ma apretaba el zapato”.

Yo sé de un cura, que como un año no pudiera ir al Rocío por fuerza mayor, pensó encargarse el ataúd por si acaso. Y es, que el Rocío de la Virgen tiene el privilegio de envolver en el cendal de su fantástica liturgia a curas y seglares, a ricos y pobres, a las almas de temperamento místico lo mismo que a las que llamamos de rompe y raja.

Fray Sebastián de Villaviciosa