El milagro rociero del perdón




Hace años, bastantes, (lo que me hace recordar que llevo ya algo andado), conocí el testimonio de alguien que vivió en primera persona un milagro asombroso que le llegó por la mediación de la Virgen del Rocío.

Dos amigos, de esos que parecen siameses, de los que no pueden pasar el uno sin el otro, de los que comparten penas y alegrías, confidencias, complicidad y fe, por mor de unos malos entendidos, fomentados y alimentados por los de alrededor, pusieron fin a su amistad.

Se cruzaban por la calle sin mirarse y las pocas veces que coincidían en los dos años y medio que estuvieron sin dirigirse la palabra, actuaban como si fueran completamente extraños.

Los dos eran rocieros. Por separado, guardaban recuerdos de los que no se pueden borrar de momentos que habían compartido gracias a su devoción en la Virgen del Rocío, y cuando llegaban a la ermita, fuera cual fuera la fecha, no podían dejar de pensar el uno en el otro.

Uno de ellos no dejó nunca de suplicar a la Virgen que la reconciliación llegara y que, al menos, tuviera la oportunidad de aclarar lo sucedido, de dar su versión, de expresar cómo se había sentido. Pero lo días pasaron, igual que pasaron las semanas y los meses y así estuvieron dos años y medio.

Llegó la romería y, casualmente, ambos se encontraron guardando turno para confesarse con uno de esos tantos sacerdotes que tienen trabajo extraordinario cada pentecostés.

Fue entonces cuando uno de ellos, tocó el hombro del otro que, al girarse, se vio sorprendido por un abrazo entre sollozos que, finalmente, no pudo rechazar.

Ambos se confesaron, pero se esperaron a terminar para rezar juntos ante la Virgen, como siempre hacían, y en un banco, mirando el paisaje marismeño, hablaron largo y tendido.

Después, volvieron a entrar de nuevo a ver a la Virgen. Le dieron las gracias y reanudaron su amistad como si nada hubiera pasado.

Dos años y medio pudo más el orgullo, la soberbia y el silencio, pero uno permaneció firme en la oración, y la oración venció aunque tuviera que pasar todo ese tiempo.

Cuántas veces, por verdaderas tonterías, se dejan de lado a personas que han sido importantes en el camino de la vida, cuando todo podría solucionarse con algo tan simple y tan grande como sentarse a hablar con paz, dispuestos a comunicar de corazón y, de corazón también, escuchar lo que quieren comunicarte, orando primero para pedir la luz y las palabras acertadas para que todo termine en un abrazo para el que no existan muros.

Yo, amigos, tuve la suerte de haber conocido aquella historia que también es un milagro: el milagro rociero del perdón.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es