No trates a nadie como no deseas que te traten a ti




Es difícil entender como todos, nosotros también, acabamos tratando a los demás en muchas ocasiones. Somos muy reivindicadores a nuestro favor, pero cada vez cuesta más ver que se reivindiquen para el prójimo las mismas condiciones que para nosotros.

Nos quedamos asombrados cuando conocemos a alguien que nos habla con respeto, que nos trata con amabilidad, que tiene la educación en sus palabras y en sus actos y, aunque no tenemos que ser el calco de nadie, somos arrastrados para imitar otras conductas en lugar de esas.

Sabemos mucha teoría. Nos damos unos golpes de pecho que cualquier día el pecho se nos junta con la espalda. Tenemos una gran habilidad para impartir lecciones que muy pocas veces hemos puesto en práctica, defendemos nuestro catolicismo, nuestro catecismo y nuestros dogmas de fe a ultranza; nos gusta ser “predicadores” del Evangelio, de lo cofrade, de lo rociero… Pero cuando llega la hora de llevarse las mangas a la altura de los codos para ensuciarnos las manos ayudando a los demás, preferimos que sean otros quienes lo hagan. Al final, vemos cómo nuestra palabra se queda vacía porque solo en contadas ocasiones (si las hay), está acompañada de hechos, de trabajo, de acción.

Tenemos que ser valientes y tenemos que defender lo nuestro, claro que sí, pero sin atacar a otros, por mucho que nos estén atacando. Tenemos que tratar a los demás como a nosotros mismos nos gustaría que nos trataran. Tenemos que descolocar a los que persiguen a nuestra religión del mismo modo que actuaría Jesús: Con amor. Dando ejemplo de paz y no de violencia, sin entrar al trapo de los que nos insultan, critican, calumnian…

Cuando veo a tantos cristianos que han dado su vida por no doblegarse a otros dioses, por ser fieles al Evangelio, me pregunto si yo tendría la misma fuerza que ellos para aguantar hasta ese extremo. Son ellos los mártires de nuestro tiempo y nosotros, en países que se suponen desarrollados, nos dedicamos a despellejarnos vivos, a aliarnos con quien haga falta con tal de ganar un puesto de poder, una vara en una Hermandad, un sillón en un consistorio… Y tantos, tantísimos intereses que acabamos justificando a pesar de ser una tremenda injusticia.

¿No nos gustan las guerras? Construyamos la paz. ¿No soportamos las injusticias? Actuemos con la justicia y seamos justos. ¿No queremos que nos hablen de malos modos? Seamos ejemplo hablando amablemente… Todo lo que criticas de otros, no lo hagas tú.

Y ojalá ese sea el Rocío de nuestro día a día, un Rocío de fe, de oración, de predicación del Evangelio del Pastorcito Divino, pero también un Rocío de testimonio, que nos transforme hasta en lo más profundo y que ayude a los demás a vivir también esa transformación.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es