La agitación de los sentimientos en el último mes del año




Diciembre es un mes intenso. Lo es en todos los sentidos. Se multiplican los encuentros, corremos por hacer compras, se incrementa el estado de estrés por las prisas… Y lo más importante, se intensifican los momentos de oración, de intimidad con el Señor, con la Virgen, para comprender más y mejor el misterio de la llegada de Dios al mundo, hecho hombre para nuestra salvación.

En medio de toda esa intensidad, también parecen que aumentan los nervios, las desavenencias familiares, cuando toca elegir con quién se va a estar en Noche Buena o en Noche Vieja o con quién habrá que comer en Navidad y Año Nuevo. Se mezclan sentimientos a mil revoluciones: Una parte de tu corazón desearía estar bien, a gusto, en todas las situaciones y en todos los momentos, mientras la otra parte te dice que de nuevo toca sonreír a personas con las que habitualmente no tienes contacto, que deberás hacer de tripas corazón para compartir mesa con aquellos con los que, seguramente, no te apetece. Y no sigo, porque es más que probable que la lista siguiera creciendo con cientos de historias distintas, parecidas o iguales.

Pero por encima de toda esta intensidad hay algo maravilloso que se nos escapa de las manos. Es cuando hacemos presente el amor en medio de situaciones que nos parecen insalvables, somos capaces de tragar ruedas de molino por hacerle la vida agradable a nuestros mayores, a quienes se han pasado la vida queriéndonos dar lo mejor, y no tienen la culpa de las actitudes ajenas que nos acaban afectando y sufren si no nos ven junto a ellos.

Al menos, en estos días, somos más generosos para dar un abrazo, para tener un gesto amable o una palabra cercana que quite tensiones y facilite el encuentro.

¿Qué así debería ser siempre? ¿Qué siempre podríamos ser amables, generosos, cariñosos y cercanos? Rotundamente sí. Pero también tiene su mérito que esa amabilidad, esa generosidad, ese cariño y esa cercanía los demos a quienes menos nos los ofrecen, sin pedirle a cambio la misma medida.

Es cierto que cada cual cuenta su película como la ve. Muchos verán que es un acto de hipocresía actuando de forma contraria a lo que sientes. Yo prefiero verlo como una manifestación del amor de Dios, al que dejamos actuar en nosotros, que es más grande que nuestro amor y está por encima de todo porque es superior a todo.

Si así lo hacemos, yo creo que estamos en el camino de agradar a la Virgen del Rocío, a la que imploramos nos mire con ojos de misericordia, a la que rogamos su luz y su paz, y siempre escucha nuestras súplicas estando a nuestro lado en esta magna intensidad con la que los días de diciembre y enero nos sorprenden.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es