¡Párate!




Todos queremos correr. Vamos a prisa a la compra, miramos el reloj en la eucaristía, visitamos a los mayores con el tiempo justo y con el mismo tiempo justo saludamos a quien nos encontramos de casualidad en nuestro camino. Llenamos las agendas de actividades y de excusas para dejar de hacer lo que importa.

Que si el trabajo, que si tal día tengo un compromiso, que si ya había quedado para hacer esto o aquello… Queremos correr administrando el tiempo, o más que administrarlo, malgastarlo, y el tiempo es de su único dueño, que es Dios y cuando le da la gana lo para en seco.

Porque para que las cosas cambien en cualquier parcela de la vida, hay que parar, tomar conciencia, reflexionar, trazar metas. Si no se hace ordenadamente el proceso, se pierde el rumbo y nunca se llega.

Algo así es lo que yo traduzco de lo que está ocurriendo en el mundo. Corremos y corremos a toda prisa, sin mirar la brújula que marca el norte. Vagamos entre lo superficial y lo material porque pensamos que eso es lo importante y se nos olvida lo que de verdad importa.

Corremos como si la vida, tal como nos la presenta la sociedad de hoy en día, fuera un competición feroz en la que los que pierden no cuentan, y por eso tantas personas sufren desenfrenadamente la enfermedad de la apariencia, porque aparentar les hace sentir ganadores y son arrastrados al embudo que los ahoga entre la verdadera realidad y la ficticia.

Sufrimos porque corremos demasiado y cuando se corre tanto se dejan demasiadas cosas en el camino.

Pero como Dios es dueño del tiempo y de la vida, nos ha invitado a parar. Lo hace de muchos modos. Sabemos que la oración es la vía para hablar con Él, pero no oramos. Sabemos que los Sacramentos son los medios para nuestra salvación, pero no participamos. Sabemos que Él es el que lo puede todo, pero está de moda ir por libre y darle el poder a falsos dioses que siempre terminan fallando.

La pandemia ha sacudido al planeta de arriba abajo, entró como un tornado arrasando lo más valioso que tenemos: La salud. Y lo único que nos dice Dios ante esto es: “¡Párate!”

Y es que Dios habla en los acontecimientos, a través de la historia nos ha dado continuas muestras de su amor y de su presencia, pero para verlo hay que parar, del mismo modo que tenemos que parar de una puñetera vez para poner el freno definitivo a la pandemia.

Estamos tan acostumbrados a esas carreras que no somos capaces de parar. Le imploramos la salud a la Virgen, la miramos, buscamos el socorro en su bendito nombra de Rocío, pero tal como se lo pedimos volvemos a la rutina sin cambiar nada por nuestra parte.

¿Qué hemos hecho mal? ¿No estamos todavía a tiempo de cambiarlo? ¿No os cansáis, como yo, de tanta polémica absurda, de tanta pelea sin sentido, de tanta envidia, de tanta crítica, de tantos bandos, de tanta injusticia, de tantas heridas sangrantes, de tanta violencia? ¿No se os remueven las entrañas ante todo esto? ¿No creéis que es el momento de parar de verdad, de poner freno a todo lo que no nos está haciendo bien y empezar a mirar por nuestro bien y por el bien del prójimo?

A lo mejor todo comienza así. Con un parón significativo en nuestras vidas. ¿No sabes realmente lo que quieres? ¡Párate! Pide luz al Señor y Él te hará descubrir hacia dónde encaminar tus pasos. ¿No consigues nada de lo que te propones? ¡Párate! Reflexiona si estás preparado para ello y empieza por el principio. ¿No logras sanar una relación familiar, de amistad… que de verdad te importa? ¡Párate! Quizá debas empezar por cerrar las heridas que tú también abriste. ¿No hay manera de detener la pandemia? ¡Párate! Es lo mejor que puedes hacer para pensar en los que quieres más que a ti mismo, porque de esta forma también estarás cuidando a los demás. ¡Párate! La salud, la vida, las personas están por encima de todo. No es tan complicado actuar en conjunto. Haz tú lo tuyo, no te enfoques en lo que no hacen los demás. ¡Párate! Y en esa parada, ora, reflexiona, aprovecha tu tiempo para cosas olvidadas que siempre te gustaron y dejaste en el desván, dile a los tuyos lo mucho que los quieres y los necesitas, habla con tus padres, con tus hijos, con tu marido, con tu mujer. Ríete más. No le muestres tu cara seria ni al espejo. Sonríe. Cocina, colabora, lee… ¡Párate y ora!

La Virgen, a la que jamás dejamos de buscar en su advocación de Rocío, no deja de mirarnos, tiene guardado cuanto le confiamos en lo más profundo de su corazón. Su Rocío es tan fiel como el que cae cada mañana sobre la tierra. En su mirada hay un manantial de luz para que no andemos a oscuras por el camino, y en sus manos está el que da sentido a nuestras vidas.

La Virgen nos hace regresar a la esperanza y siempre nos conduce al Señor. Pararse y encontrarse con Ella lo cambia todo para bien.

Francisca Durán Redondo
Dirección periodicorociero.es