La fuerza por la boca




No sé si eres de esas personas a las que se le va toda la fuerza por la boca, y cuando quiere apagar el incendio causado con su palabra ya ha arrasado algún que otro kilómetro del corazón.

Escribo hoy esta editorial porque, hace exactamente una semana, una persona me contaba que estaba cansada de sí misma. Que no soportaba el daño que hacía y que se había acostumbrado tanto a actuar de determinada manera, que no le veía sentido a cambiar a estas alturas de la vida, no se sentía con fuerzas para ello y nadie se iba a creer su cambio.

Me sorprendió que, al menos, reconociera que su actitud no era la más loable y que fuera consciente de cuántas cosas había dejado en el camino por culpa de sus descontroladas palabras. Eso ya es estar en camino.

De cuanto perdió, esta persona se lamentaba profundamente de un familiar al que nunca dio tregua ni oportunidades para expresarse. Lo decía con dolor, porque era lo que reflejaban sus ojos.

Le dije que para enmendar errores siempre se está a tiempo y jamás es tarde. Que curiosamente estamos ahora en una etapa que, para los cristianos, es primordial profundizar justo en esas actitudes en las que podemos mejorar, y abrirnos a la gracia de Dios para que nos ayude a cambiarlas.

No crean ustedes que esta persona es demasiado cercana a la Iglesia, aunque se reconozca rociera (curiosa contradicción). Se alejó también de ella, de la Iglesia, por diversos motivos y desde entonces vive su fe “a su manera”.

Me dijo que alguna vez se propuso cambiar y que volvía a caer en lo mismo y que cuando había dado algún paso para acercar posturas con otras personas, estas no se movían.

Claro, cuando uno se lleva toda la vida soltando improperios por la boca, diciendo barbaridades, quejándose hasta del aire que respira, es complicado que, así, de un plumazo, todo cambie. Pero si el recorrido fue toda una vida hasta aquí con esa actitud, lo único que hay que hacer es que el resto de la vida que nos queda sea con una actitud distinta para que esos cambios empiecen a notarse.

Y de lo que estoy plenamente convencida es de que cualquier cambio que queramos que se produzca tiene que empezar por nosotros mismos.

Si continuamente discutes con tus padres, con tus hermanos, con tus parientes, con tus compañeros… No busques que ellos dejen de hacerlo. Alguien tiene que estar dispuesto a dar el primer paso. Dalo tú. De lo que piensas, de lo que dices y de lo que haces, tú eres el único responsable.

Si te gusta que la gente sonría, no mires a los demás continuamente como si les fueras a morder de un momento a otro. Sonríe.

Si te agrada que la gente hable agradablemente, no respondas con indiferencia o descortésmente. Habla con respeto.

Si quieres que cuenten contigo, que se te tenga en cuenta, no sigas aislándote ni pasando de los demás. Llámalos. Interésate por cómo están. Diles que los echas de menos, que te acuerdas de ellos.

No sigas sacando de los demás sus escombros, como si fueras una máquina excavadora. Cada uno tiene bastante con conocerse a sí mismo y con librar las batallas de su propia alma. Dile lo que te encanta de ellos y verás cómo también hay cosas que a los demás les encanta de ti, aunque hayas puesto un tabique para que no se te acerquen. Rómpelo. Que entre aire limpio en tu entorno y en tu corazón.

La única fuerza que tiene que salir de nuestra boca es la de Dios. Si Él llena nuestros corazones, será Él quien se haga presente en donde estemos y con quien estemos.

Le pido a la Virgen del Rocío que nos enseñe a ser mejores cada día, a dar un paso y otro, hasta conseguir los cambios que deseamos en nuestras vidas. Que Ella nos ayude a ver con claridad el camino a seguir y que lo recorramos de su mano y con total confianza, porque para Dios nada es imposible. Para Él nunca es tarde y nosotros siempre estamos a tiempo de convertirnos.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es