Construir siempre. Destruir nunca.




Esas frases tan típicas que decimos de “criticar constructivamente”, cuando en el fondo solo buscamos cómo fastidiar lo que han construido otros y no hemos hecho nosotros, deberían llevarnos a una reflexión sincera y a ponernos en el punto de partida de ser, de verdad, constructores y jamás destructores.

La envidia tiene muchos caparazones. El disfraz de “santurrón”, de “bondadoso”, de exceso de ensalzar a alguien buscando que se te ensalce a ti, deriva en un intercambio de intereses que lo tiene todo menos generosidad.

En nuestros hogares, en nuestro entorno laboral, en nuestra Iglesia, en nuestras Hermandades, si realmente fuéramos constructores nos iría de otro modo. Pero constructores desde los cimientos, en las pequeñas cosas de cada día.

Se puede construir paz cuando la comida se quema y, en lugar de molestarnos damos serenidad a quien la preparó, sugiriéndole que no pasa nada. Podemos ser constructores cuando nos encontramos con el vecino impertinente y saludarlo con amabilidad. Podemos ser constructores al acompañar a nuestros mayores, y no decirles que son pesados por repetir cien veces las mismas cosas o no parar de hablar contándonos historias de su vida, sino escuchándolos y dedicándoles un rato de nuestro tiempo.

Qué decir del entorno laboral, cuando tropezamos con el compañero que lo critica todo y de todo se queja. También podemos construir no entrando al trapo y evitando el chisme y, en su lugar, hablarle de algo positivo e incluso valorar algo que ha hecho en su trabajo para ayudarlo a entrar en la dinámica de construir y nunca destruir.

Las Hermandades están formadas por miles de personas que no conviven, que proceden de distintas familias, distintas situaciones, distinta educación… Sin embargo, cuando pasamos a formar parte de ellas, asumimos que seremos uno más de ese grupo variado y diverso en el que raramente lloverá a gusto de todos.

Nuestras Hermandades están sedientas de personas que construyan, que aporten, que sumen, que arrimen el hombro, que estén dispuestas a dar y no a pedir, y no me refiero con ello a pedir económicamente o por necesidad, porque para eso han de ser las primeras; me estoy refiriendo a gente que dé su sonrisa, su apoyo, su ayuda, sus conocimientos, sus ideas, sus iniciativas…

Si valorásemos más lo que cada uno tenemos, si nos alegráramos de los valores que vemos en los demás y no tuviéramos reparos en destacarlos, todo se transformaría progresivamente, y donde hubo destrucción se estarían levantando montañas de respeto, de cordura, de sensibilidad y de amor.

Porque no tiene ningún sentido que una Hermandad trabaje para llevar la devoción a Dios, para como es nuestro caso, seguir sembrando la devoción rociera, llevar el nombre de la Virgen del Rocío por doquier y estarnos despellejando vivos los que somos sus hermanos.

¿Que todos somos distintos? Claro que lo somos y bendito sea Dios que nos hizo distintos, porque en ello está el éxito, la novedad, las diferentes líneas de trabajo y acción que se pueden ir perfilando en según qué etapas de la vida, abriéndonos a las necesidades que los tiempos nos van marcando.

Pero ya lo dice el Evangelio, “hay más alegría en dar que en recibir”, y no podemos perder un segundo más tirando por tierra todo lo que hace el hermano que está al frente, o al que llega a colaborar con la mejor de sus intenciones, o al que limpia la plata de una carreta, o al que tiene siempre el mismo tema de conversación.

Acuérdate que somos muy poca cosa, una ínfima parte de la obra de Dios, y que la pandemia nos ha enseñado que hay tonterías que no valen la pena y que si fuéramos constructores guiados por el amor, nada se destruiría.

Por eso nuestra meta debe ser la de construir siempre y destruir nunca.

Que nuestra bendita Madre del Rocío nos facilite el camino para lograrlo.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es