A rengue y leva

Hoy traemos a nuestro recuerdo de artículos históricos de cada sábado, seleccionado por nuestro colaborador Antonio Díaz de la Serna, uno escrito por Francisco Montero Galvache, que fue publicado en mayo de 1975 en el periódico ABC. Esperamos que nuestros lectores de periodicorociero.es disfruten con su lectura.

En la primavera de 1932 fue creada la hermandad rociera jerezana. El primero de sus avemarías tuvo sabor de vino coloquial. Un azulejo en la bodega de La Constancia recuerda la fecha jubilar. Con muchos rocieros fundadores le dieron avante dos caballeros inolvidables. El conde de Lebrija, salunqueño, y el marqués de Torresoto de Briviesca, jerezano. Ambos fueron magistrales intérpretes de la unidad, señorío y pueblo, que de siempre se mantiene en la vida y alma del Rocío con entrañable corazón, que así es de ley cabal en una fe caballerosamente servida.

Saben muy bien los jerezanos lo que valen los símbolos para la continuidad de las cosas bien hechas. De ahí que el Rocío jerezano fuera fundado en una bodega de tan alegre nombre –constancia de la tenacidad- y proseguido en otra que sobre su historia de haber sido alzada para Isabel II de España, mantiene el esplendor bautismal y mariano de La Concha, “maestranza de nobleza”, como así la tiene llamada, y con qué donaire, Jesús de las Cuevas. Una y otra, en el área patriarcal y señera de los González, indican bien a las claras que es tierra Jerez cuya oración viene de la ordenación alfonsí de la ciudad y de los primeros pagos de albarizas otorgados a los jerezanos por el Rey Sabio.

Por ese simbolismo, y porque entendía Jerez su marianidad –marianismo en activo- era un modo dinámico, fiel y rezador, de estar a pie de evangelio, la hermandad supo abanderarse, desde su natividad, con nombres evangelistas. Primero estuvo en San Mateo, donde capillas de Riquelmes y Villacreces testifican una caballerosidad militante, y luego tuvo sede en San Marcos, donde bóvedas de lacerías tienen arranques sevillanos, y fue justamente Sevilla la tierra de la que a Jerez llegaron sus vínculos mariológicos. Y fondeó, sede decisiva, en Santo Domingo -¡no vean!-, con altarcito oro, verde y rosa, que –azar será-, pero que está, cancel por medio, junto a l a capilla barroca del Rosario, acaso en homenaje para siempre a la noche en que el Rocío, constelación de letanías, se hace oceánica procesión en el Rocío impar, único y vivo.

Pues sí. A rengue y a leva fue creada la hermandad de la Blanca Paloma. Son las dos palabras especificas del entendimiento romerador de la ciudad. El rengue es el descanso, la tregua peregrina, como corolita de fiesta que no acaba, cuando ya la marcha, en Sanlúcar, se abrazó con los rocieros de la Caridad, y Guadalquivir adentro, se puebla de cancón, galope o trote, según el andar lo guste, y horizonte de arenal bravo y misterioso. Y la leva es el volverse a alzar en romería, el seguimiento del andar, para proseguir en demanda del Coto, en travesía de su distancia, y llegar así a la ermita en que el Rocío, pastora de todos, aguarda a que se haga verdad en cada hombre aquello de la copla zureada de vino, paloma y promesa: “Sé nuestra guía/ y pósate en mis ojos/ pastora mía”.

Cuando en la primavera de 1957 el Rocío jerezano cumplió sus bodas de plata llegó a la ciudad para cantarla como pregonero Juan Infante Galán, y compartió entre los robles de los antiguos bocoyes de González, con Federico García Sanchis, flores y palabras, y ante la cerámica que proclama el marianismo de viñedos, cepas y piqueras, cantaron, juntos la fidelidad y la mediación. Y una y otra gracias siguen siendo, a rengue y a leva, alma de una tierra que todo el año sueña “con los pinos del Coto”.

De entonces acá –fundación y bodas de plata- muchos rocieros ya están en la romería del más allá, la leva última de la vida. Desde los iniciales señoríos de Lebrija y Torresoto, a Manolo Valderas -¿de qué medida es su recuerdo popular en todo Jerez?- o Fito León, el jinete dorado de la salve, que tanto amor dieron a la romería jerezana. Por todos ellos sigue en alto la misa de romeros en la casa dominica. Y por quienes siguen, en las diminutas “constancias” y “conchas” de su fidelidad, cruzando la peregrinación todavía del tiempo, tras la capitanía de los Alvaros Domecq, sus hermanos mayores, de los González, los Domecq Rivero, los Quevedo, los Blanco y cuantos con ellos hacen del Rocío la más alta ocasión del año mariano de Jerez.

A caballo por el río cruzan, y los nombres de Palacio, la Canaliega, las Pajareras o la Raya, ondearán sobre monturas, faralaes y coloquios. Jerez sabe que tiene su escudo, su almena, castillo, mar y viña, bordado en el manto de la Blanca Paloma, y que hace años fue a Roma para recibir en su simpecado la medalla augusta pontificia y que apadrinó en el convento del Espíritu Santo novicias que recibían el nombre de María del Rocío y que abierta está, cada día, la puerta de su caridad y amor para el cumplimiento, por gusto de oración comprometiéndose, de cuanto pueda pedírsele por mediación de la alegrísima Aparecida Pastora almonteña. Rumbo al “pocito, siempre manando”, de Muñoz y Pabón jinetes todos, del río a la ermita, Jerez sabe que su salve tiene sol de campanil y copla de órgano y guitarra, de gozo y acatamiento. Porque lo de ser un Rocío a caballo no es más que la certeza de que María es celeste mesonera de la Gracia. A rengue y a leva allá que va –ya mismo- el Rocío que se sabe aljófar menudito, igual que el tamaño de la lágrima, así sea por la alegría de vivir como por la ternura de poderse ir fuera del tiempo al modo almonteño en las trabajaderas de sus andas soleadas.

F. MONTERO GALVACHE