He aquí la esclava del Señor

Hoy, como todos los sábados, traemos a nuestra sección de artículos, el que rescatamos de otros tiempos, gracias a la colaboración de nuestro amigo Antonio Díaz de la Serna, que para hoy ha seleccionado el titulado “He aquí la esclava del Señor”, que escribió en diciembre de 1960 Fray Sebastián de Villaviciosa, para la Revista Rocío.

Se impone en la tierra multiplicar las imágenes de la Santísima Virgen, para, entre todas, decirnos algo de su enorme grandeza. Nadie supo por una foto lo que es la catedral de Sevilla, antes de conocerla. Sin embargo, de los millones de imágenes que llenan el mundo, pregonando las virtudes, los oficios y misterios de la Santísima Virgen, todavía nos quedamos cortos para comprender su dignidad como Madre de Dios.

La tarea del arte cristiano no es otra, que la de interpretar en los rasgos de las imágenes marianas el título que pretendemos darle: cara luminosa en la que vamos a venerar como Estrella, en la actitud de ascender a la que vamos a invocar como Asunción. La vida de la Santísima Virgen fue pródiga en sublimidades y fueron muchos los artistas que supieron expresarlas en imágenes y pinturas: En el Calvario, estremecida por el dolor; anhelante, a las puertas del templo de Jerusalén, el día de su Candelaria; dichosa, en la actitud de abrazar, cuando visita a suprima Isabel; en Belén, amorosa; y humilde, casta y graciosa, cuando San Gabriel le pide su consentimiento para ser Madre de Dios. A mi parecer, éste es el momento que pregona con su actitud la Blanca Paloma:

Aquellos ojos en recogimiento de oración, sentimiento tan natural en un alma santa que se ve rodeada nada menos que por la Santísima Trinidad; aquellas mejillas encendidas por el pudor, sentimiento lógico en toda mujer pura que consiente en ser madre; aquellos labios como abrasados por el sí que acaban de pronunciar, para que todo un Dios se haga hombre en su seno; y su Niño, no a un lado, sino a la altura de su pecho. Toda la actitud de la prodigiosa imagen, humilde, serena, casta y hermosa, está diciendo con sobrada elocuencia las palabras con que aceptó lo que el Arcángel le propuso: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”, escribió San Juan. Tan sublimes palabras podemos acabarlas nosotros con una ligera variante: Y en imagen... habitó entre nosotros, como Divino Pastor de las Marismas.

Por darnos la impresión la Virgen del Rocío de hallarse representada en el misterio de la Encarnación, el que la ermita marismeña venga a resultar una constante casa de Nazaret. En aquel suelo alfombrado con penitencias que espantan, las rodillas se doblan con el ímpetu con que el Santo Arcángel se arrodillara en Nazaret. En su aire perfumado de incienso y de amores, el Ave-María estalla en nuestros labios sin ningún esfuerzo del corazón. La Divina Maternidad es el motivo de toda las grandezas que adornan la frente de la Santísima Virgen. Por escogida para ser Madre de Dios fue concebida sin pecado, se fue a los cielos en cuerpo y alma, y está en su Rocío repartiendo, a manos llenas, los tesoros de Dios, a los solos impulsos de su corazón de Madre y su poderío de Reina.

Por todo lo dicho, ante la Blanca Paloma, se ve con los ojos del alma al arcángel bendito señor San Gabriel, de rodillas, con su túnica blanca salpicada de luceritos, pasmado de asombro, con la vara de azucena en la mano, y en el aire encendido de pureza, estallando en sus labios el piropo del Ave-María, que ante la Reina de las Marismas bien pudiera cantarlo así:

¡Dios te salve, María,
Blanca Paloma,
Rocío de los Cielos,
Reina y Pastora!

Llena eres de gracia,
de rumbo y fuego,
pa quitarle las penas
al mundo entero.

El Señor es contigo,
y con nosotros,
pues con sólo mirarnos,
nos vuelve locos.

Entre toas las mujeres
eres bendita,

porque Dios en tu seno
nos dio la vida.

Y bendito es el fruto
de tus entrañas,

por haberte criado,
Paloma Blanca.

Y junto al Arcángel, también de rodillas, el imperio rociero acabando el piropo en oración apasionada:

¡Reina de las Marismas,
flor de las flores!
ruega a Dios por nosotros
los pecadores,
y danos suerte
ahora y en la hora
de nuestra muerte.


Fray Sebastián de Villaviciosa