El Rocío de los poetas

Un nuevo sábado, nos disponemos a ofrecerles a todos los lectores de periodicorociero.es el artículo seleccionado por nuestro amigo y colaborador don Antonio Díaz de la Serna que, bajo el título “El Rocío de los poetas”, escribió don Manuel Barrios y fue publicado el 25 de mayo de 1969 en el ABC de Sevilla.

Guirnaldas de flores y goteras en el palio. Tío Antonio el Bravo, tamborilero por la gracia de Dios, hace filigranas en el parche. Las muchachas aún no han desterrado la peineta para bailar frente a la ermita, y Pepe el Trueno, que ha sacado de la carreta el “costo” del día, se empeña en que les acompañen en la alegre pitanza dos hermanos de Utrera que van salpicando de buena sal los escenarios españoles. Serafín y Joaquín declinan cortésmente el compromiso, pero aceptan la copa. Sol de fuego, del que se protegen con los grises sombreros de ala ancha; más radiante el júbilo, porque este año de 1919 se coronará a la Virgen, y tercios enduendados que los Quintero arrancarán al Rocío, para airearlos a su compás:

“La Virgen del Rocío
marcha a su ermita
porque el aire la pone
muy morenita.
Y es una broma
que no puedan llamarla
Blanca Paloma.”

Es el Rocío de los poetas. Junto al verso retozón, con adobo de pimienta quinteriana, la desmayada melancolía de Juan Ramón Jiménez , que dice a Platero: “vamos a esperar las carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Doñana, el misterio del pinar de las Ánimas, la frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina...” Juan Ramón que siempre ha estado adivinando el vuelo de una mariposa negra en busca de su vida, no ha ido al Rocío, pero siente su aliento y espera las carretas, jinete en su burrito de cristal. Cuando pasa el Simpecado, amatista y plata, “Platero, entonces, dobló sus manos y, como una mujer, se arrodilló -¡una habilidad suya!-, blando, humilde y consentido”. Ya lo había cantado la sevillana rociera:

“Es maravilla
que caballos y bueyes
se le arrodillan...”

Pérez Lugín tiene facha de hacendado bajo el sombrero de ala ancha hacia el colodrillo. Se cansa mucho, pero quiere verlo todo, porque lo necesita para la novela que no podrá terminar: “La Virgen del Rocío ya entró en Triana...”
Alto, delgado, los ojos y las manos expresivos, al viento de las arenas su sotana, que pardea al sol, don José Sebastián y Bandarán sonríe a cada copla y disimula una lágrima a cada oración. El va a describirnos, con pulso de artista y devoción de buen amante, cada latido de este permanente milagro: “Cirios, faroles, banderas y simpecados, filas apretadísimas de devotos y hermanos, sacerdotes que rezan el rosario, coros que al mismo tiempo cantan las alabanzas de María, tamboriles que suenan, cohetes que hienden el espacio, fuegos de artificio que al estallar, aturden al romero, suspiros, lágrimas, risas y exclamaciones; todo, todo esto es la más sentida y ferviente súplica, la oración más rendida y humilde, la más espontánea plegaria, que realiza a través de los siglos el cumplimiento de la profecía sublime del Magnificat: Me proclamarán bendita todas las generaciones”.

Por los eucaliptos anda Joselero armando la marimorena, con guitarreo destemplado y más candil de la cuenta en sus pupilas. Buena planta la de Dieguito el de Lebrija, que calza espuelas de plata y el caballo parece que lo sabe, de postinero que caracolea. En cambio, don Alejandro Lerroux está como gallina en corral ajeno. ¿A quién se le ocurre venir al Rocío con quevedos y corbata, don Alejandro? Ni porque esté rodeado de las tres Gracias con traje de flamenca se le alegran las pajarillas. Todo lo contrario de lo que le ocurre a don Manuel Siurot, que no pierde puntada para contarlo a sus niños pobres de Huelva.

Inquieto y ágil, la estameña añosa, la barba larguísima, para fray Diego de Valencina todo es inenarrable y sorprendente. Se pierde entre los humildes, para oír sus donaires, y se le escapa la risa, franca y bondadosa, cuando, al son de las palmas, canta el Tobalo:

“La Virgen del Rocío
loca se vuelve...”

“¡Mire usted –escribirá fray Diego- que decir que la Virgen se vuelve loca de contenta porque la quieran los pobres mortales! Pues así entiende el pueblo el amor.”

Cincuenta años, ya. Las bodas de oro de una Coronación de rosas sin espinas. Medio siglo, hacía la Virgen coronada, por los caminos del Rocío. En ellos, la trémula emoción de los poetas. Unos mejores que otros, pero todos iluminados por esa cierta sonrisa de la Virgen la mañana en que es llevada por la santa locura de los almonteños. La cantará el romance fácil de Muñoz San Román y el nervio enamorado de José María Izquierdo, la prosa recia de Morgado y la gracia sevillanísima de Muñoz y Pabón, el garbo popular de Rodríguez Mateo y el humor incisivo de José Nogales...

Cincuenta años, ya, hasta la casida, con perfume de nardo, de Joaquín Romero; hasta la exaltación incansable de Infante-Galán, que convierte en verso su paciencia estudiosa a punta de amor; hasta esa voz alta de Antonio Murciano, orgullo manso que dice:

“Yo te he visto, Madre mía,
rubia palma de donaire,
en volandas por el aire,
romero en tu romería...”

Manuel BARRIOS