La coctelera gigante




Si sacáramos la bondad que cada uno alberga en su corazón, todo sería muy distinto, hermosamente distinto, para nosotros mismos y para los demás.

No se puede vivir continuamente criticando, murmurando, juzgando, quejándose por todo, envidiando, pisoteando, queriendo tener la razón a toda costa… Debe ser agotador estar deseando lo que no se tiene y dejar de agradecer lo que sí.

Cuando decimos que queremos un mundo mejor, solo lo decimos de palabra, idealizando lo que nos gustaría pero sin hacer nada para conseguirlo y al final siempre nos sentimos incompletos, insatisfechos… En lugar de agradecer cada reto conseguido, cada paso dado, miramos la meta con horror por todo lo que queda para llegar a ella.

Si hablamos de política, los partidos han perdido su norte, no tienen proyectos vivos y de interés sincero por la ciudadanía; se pelean entre ellos para tener el puesto más alto. Los que votamos a unos partidos o a otros, en vez de pedir que se centren en exponer claramente sus programas, entramos en batallas campales entre nosotros y, en realidad, no defendemos nada, entramos en el juego que a ellos les viene bien que entremos y, al final, nadie hace nada, ni el político ni el ciudadano.

Si hablamos de religión, también perdemos el norte. Me pregunto cuántas personas que pertenecen a una religión, la que sea, cristiana, católica, evangélica, ortodoxa, musulmana, budista… Me pregunto, como decía, cuántas personas saben realmente en qué consiste exactamente pertenecer a una religión concreta, qué te pide y qué te da, a qué te compromete, cuál es el fin, en qué y, sobre todo, para qué te sirve. Decimos ser católicos pero no participamos de los beneficios de serlo, entonces nos encontramos con contradicciones asombrosas como: “Voy a misa cuando me apetece”, “Creo en Dios, pero no creo en la Iglesia aunque soy católico”, “Soy católico pero he estado en un retiro de yoga para aprender a meditar”… Finalmente, para no variar, todos peleados. No agradecemos el bien que nuestras respectivas religiones nos pueden hacer, en especial, el bien que nos puede hacer aquella a la que pertenezco, pertenecemos la mayoría, la católica y, en cambio, lo criticamos todo de ella.

Si hablamos de devociones concretas como la nuestra, El Rocío, también hay una competición a todos los niveles: Los rocieros intentan demostrar (como si hubiera que demostrar algo), el altísimo grado de “rocierismo” que viven. Los políticos, hasta aquellos que frivolizan, rechazan, y no quieren nada con nuestra religión, desean lucir impecables los días de romería delante de las carretas de los Simpecados de sus ciudades y pueblos, los miembros de Junta de gobierno no saben cómo hacer para conseguir la foto con la vara al lado de éste o aquel político, de ésta o aquel famoso…

No es tan extraño encontrarse a personas que te dicen, como si fuera lo normal y lo lógico, que son rocieros pero que no son cristianos, que son “aficionados” al Rocío pero que luego no quieren saber absolutamente nada ni de la iglesia ni de nada que huela a religión y a católico.

En esta coctelera gigante llena de incongruencias entra nuestro descontento ante todo, con todo y con todos. Y es normal, porque sin tener claro el norte, no sabemos qué es lo que queremos realmente, ni hacia dónde nos dirigimos.

Hay, sin embargo, algo común a todos. Se nos dio la capacidad de amar. Y aunque es libre la elección del amor, tomar el amor o dejarlo, usarlo o rechazarlo, lo que está claro es que si esa fuera la palabra que estuviera siempre en nuestros pensamientos, la que expresaran nuestros labios y la que tradujeran nuestros actos, esto cambiaría de la noche a la mañana.

Pidamos a la Virgen del Rocío su luz para ser luz en medio de un mundo hermoso, que podemos hacer que sea más hermoso todavía, convirtiéndonos en auténticos instrumentos de la paz de su Hijo Jesús.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es