No sé qué me pasa




No sabría decir en qué me fijo primero cuando voy al Rocío a ver a la Virgen. Creo que, desde que mis pies empiezan a pisar la arena de la Aldea, mi corazón se va anticipando, sin que lo haga de manera consciente, al encuentro deseado.

Empieza por invadirme un sentimiento de paz, independientemente del estado en el que me encuentro cuando voy a verla a Ella. Ese sentimiento me acompaña en cada paso hasta que, por fin, atravieso el umbral del Santuario y puedo contemplarla, frente a frente, cerquita, en silencio.

No sé qué me pasa, es difícil expresarlo, porque no es algo que me ocurra delante de cualquier otra imagen de María, pero soy incapaz de decirle dos frases seguidas. Nada de lo que tengo previsto contarle es lo que finalmente le digo. Me quedo ante su mirada sin palabras, como si la majestuosidad que veo en su rostro, la ternura que me ofrecen sus manos, la misericordia que se escapa de sus ojos, me invitaran a callarme y, simplemente, a llenarme de lo que me da.

El silencio al que me invita no es solo externo. Su invitación es a guardar silencio interiormente. Seguramente sea porque lo interior es como una olla a presión que no para de hervir y quema demasiado por dentro.

La busco para conseguir la calma que por mis propios medios no consigo. Y no siempre es fácil. En el Santuario hay que hacer esfuerzos por no distraerse con el que hace fotos, el que contesta a la llamada de teléfono sin reparar en los que rezamos, el que saluda a los conocidos como si estuviera en la plaza del pueblo… En cambio, la Virgen me acapara para Ella, me enseña a dirigir mi mirada a su centro, a nuestro centro. Después de toda mi vida buscándola, necesitándola, visitándola, queriéndola, he aprendido que ningún ruido a mi alrededor tiene más poder que su presencia.

No sé qué me pasa, no. Ella puede lo que yo no puedo. Ella confía en mí más de lo que yo confío en Ella. Ella tira de mí cuando me vence el cansancio y la desgana. Estoy plenamente convencida de que todo lo bueno que me ocurre está propiciado por su mediación, por la brutal fuerza intercesora con la que me acarrea las gracias que no merezco, y que yo no dejo de pedirle.

Tengo que mejorar en muchas cosas. Es la batalla del cristiano, siempre en lucha entre sus miserias y sus bondades. Pero confío en Ella, porque me ayuda a fortalecer aquello que le agrada y a no perder más tiempo en reprocharme a mí misma lo que su Hijo, el Pastorcito Divino, solo ve como la gran oportunidad de crecer, de aprender a ser más humilde y mejor persona.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es