Cuando veo amanecer




Tengo la inmensa suerte de ver todos los días amanecer. Lo hago porque madrugo, para caminar a paso deportivo durante una hora a las siete de la mañana de cada día.

Cuando salgo de mi casa es de noche. Y, ahora, en plena estación invernal, voy tan abrigada que lo único que asoma de mi rostro son los ojos.

Salir a esa hora me hace encontrarme con las luces de los primeros coches que circulan para desplazarse a sus trabajos, con las de las farolas, todavía encendidas, con las que se dejan ver a través de las ventanas de los hogares donde hay gente madrugadora como yo.

Conforme avanzo, voy contemplando el cambio del color del cielo y empieza el milagro de un nuevo día ante mis ojos, que nunca es nuevo. A veces, predominan los colores rosas sobre un azul oscuro que, poco a poco, se va volviendo añil y más tarde celeste. Otras veces, cuando los días están nublados, resaltan los colores grisáceos en las nubes y, aún en los más oscuros, sobresale algún rayo de sol por encima de algunas de ellas. Otros días hay tanta niebla que no adivino a ver que hay a medio metro de distancia, aunque me lo sepa de memoria de pasar tantas veces por esos sitios.

Salgo rezando y vuelvo rezando, dando gracias, un agradecimiento que me nace de lo más hondo de mi corazón porque me supera ver la grandeza de Dios y, a mí, tan pequeña, caminando en medio de ella. Una grandeza que no quiero que me pase desapercibida, porque eso me hace sentir en sus manos.

Digo que salgo rezando, y lo hago hablando con mi compañera de camino, con la Virgen, a la que voy contándole durante el recorrido lo maravilloso que es tener piernas para andar, ojos para ver, manos para sentir el frío y el calor, brazos para abrazar y corazón para latir al ritmo de la creación.

Más de una vez me he percatado de que parece que voy hablando sola. De que se me ha quedado alguien mirando, porque no llevo auriculares, ni con cables ni inalámbricos. Quizá hayan pensado que alguna de mis neuronas no están en su lugar. Ellos no saben que la Virgen viene conmigo, que su Rocío está presente en mi corazón y en mis labios, que Ella se hace presente empapando la tierra todas las mañanas, y yo la veo inundarlo todo con su Rocío del cielo. Ellos no se dan cuenta de que el dueño de todo lo creado me vuelve a hacer el mismo regalo todos los días y yo, cuando veo amanecer, solo puedo dar gracias, gracias y más gracias por estar viva y porque Dios es la vida.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es