Acuérdate, Madre mía del Rocío, que aquí sigo, que no termino de marcharme cuando voy a verte, que me asomo a tu puerta mendigando la luz de tus ojos, la gracia de tu intercesión, el milagro de ver cómo alcanzas de Dios la súplica que le hago.
A veces no tengo nada que decirte, porque siento el cansancio de haber repetido demasiado mis plegarias. A veces respiro hondo antes de entrar a verte, me paro para concienciarme de nuestro encuentro. A veces, te necesito tanto que temo cruzar el umbral de tu santuario para no hacerte soportar a ti el peso que te llevo.
Entonces me ves, me ves a lo lejos y me ves acercarme. Percibes mis dudas, mi desasosiego. Adivinas los motivos de mis penas y aciertas de pleno cuáles son mis alegrías. Me conoces tan bien, que eres capaz de leer mis palabras en mi más absoluto silencio.
Eres Madre, y como Madre tienes la puerta abierta, y como Madre me dices “Ven, estoy aquí”, y como Madre me recibes para hacerme sentir a salvo en tu regazo, y como Madre te basta mirarme para radiografiarme el alma y para tener la pomada que cure tanta herida.
Cuando todas las puertas parecen cerrarse, cuando el sol se esconde más de la cuenta y solo veo oscuridad, tú me invitas a dar el paso de encontrarnos de nuevo, porque todo parece nuevo cada vez que nos encontramos.
Una migaja de tu paz me transforma la vida y sé que no es en vano que a ti acuda. Yo sé que me traes a manos llenas mucho más de lo que te pido, yo sé que quien espera de ti, todo lo recibe.
Por eso te suplico que fortalezcas mi fe y que la fe me ayude a seguir adelante, a avanzar sin titubear, a dar pasos acertados, a confiar ciegamente en la fuerza poderosa de tu mediación, a perseverar hasta llegar a la meta, y a darte las gracias por siempre, porque tú vendrás conmigo, empujándome hasta conseguirlo.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es