Hoy nos saturan en las revistas, periódicos, radios y televisiones con los denominados “consejos saludables” y nos prometen que seguirlos mejora la calidad de vida, nos hace más longevos, nos levantan el ánimo y alejamos las tensiones.
Se nos aconseja la práctica de algún deporte, porque es bueno hacer ejercicio físico. Se nos aconseja “comer sano” y hasta parece que la dieta mediterránea es la más adecuada. Y así, podríamos añadir una cantidad de recomendaciones para llenar páginas por doquier.
Nada de eso es malo, por supuesto y yo misma, por propia experiencia, he de reconocer que cuando retomo mi caminata diaria me siento bastante mejor, más ágil, menos entumecida de llevarme tantas horas sentada en una silla delante de un ordenador. Y cuando no lo hago me queda cierto remordimiento de conciencia porque conozco los beneficios que me reporta.
Pero puestos a pensar, se me vienen a la memoria personas de mi propia familia, cuando no había tantos consejos saludables y, como por intuición, sabían dirigir sus pasos a todo lo que ahora se defiende como “sano”. No existía ni el televisor, no había ningún presentador que les dijera que debían comer verduras, era impensable que para demostrar que un alimento estaba bueno tuviera que llevar un sello de calidad. Ahora, curiosamente, llaman “ecológico” a todo aquello que no lleva conservantes ni colorantes ni han pasado por un proceso amplio de manipulaciones.
Digamos que se vuelve al trato directo con el huerto, donde se sembraban patatas, sandías, pimientos y tomates y esa gran variedad que llenaba de colorido las despensas y que eran festejadas por todos los comensales. Y la vida de esos miembros de mi familia fue larga, muy larga, gracias a Dios. Llegué a conocer a mi bisabuela que murió con cerca de cien años y me consta que, salvo contadas excepciones, todos tuvieron esa longevidad que ya la quisiera yo como herencia.
Ahora, con tanto conocimiento, las advertencias son tan continuas que confunden a la población. Durante largo tiempo se dijo que el pescado blanco era mejor que el pescado azul, ahora se sabe que el pescado azul es rico en omega3. El aceite de oliva también se llevó su parte, ahora es imprescindible en el equilibrio de una buena alimentación.
También hay nuevos deportes, promocionados por estupendos modelos con cuerpos de puntuación diez, como pilates, por ejemplo, que no llega a ser deporte físico exclusivamente.
Total, que se podrían exponer tantos beneficios como perjuicios de todo ello. Y, sin embargo, sólo hay una cosa que está por encima de todo y de todos: el AMOR. Mientras no se practique el amor con toda la mente, con todo el corazón y con todas las fuerzas, por muchos consejos que sigamos a rajatabla, no estaremos en el camino acertado para llegar a la felicidad.
Lo dice San Pablo en su carta a los Corintios: “El amor no pasa nunca”.
Y por eso hoy me tomo la licencia de algo que no hago jamás: dar un consejo. El más sano, el más saludable, el que equilibra alma, mente y cuerpo: AMA. Todo lo que hagas, si no es por amor, no sirve de nada, no tiene valor, no te cura, te destroza.
Si ayudas a alguien para que los demás vean que le has ayudado, has cavado un socavón en tu corazón sembrándole egoísmo. Si no eres capaz de alegrarte con las alegrías de otros y simulas la sonrisa, has entrado en el círculo de la hipocresía, tan incompatible con esa palabra de tan pocas letras que es tan grande cuando se vive hasta sus últimas consecuencias.
A veces el mejor consejo para estar más sano nadie te lo da y es el único que libera tensiones, sana el espíritu y lo puede todo: el amor.
Por eso reconforta tanto mirar el rostro de la imagen de la Virgen del Rocío, donde percibimos el equilibrio de su mirada pacífica y sin dobleces y la ternura de sus manos en las que Dios se acuna.
En Ella, cuando encontramos ese momento de calma, que puede durar un minuto y perdurar toda una vida, descubrimos la única medicina que sana y el consejo más saludable que el mundo necesita: el Amor.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es








