Tengo la costumbre, cada mañana, de saludar a los diferentes grupos que tengo en mi whatsapp, de familia, de amigos, de trabajo o de conocidos, dándoles los buenos días, transmitiéndoles buenos deseos para la jornada nueva y añadiendo una de esas tantas “tajetas-postales con mensaje”, que me parezca acorde con mi modo de pensar o que esté cerca de mis criterios y mis creencias. Mensajes, en resumen, que intento aplicarme a mí misma y que, de venirme bien a mí, puede también ser un bien para otros.
A veces, el estado de ánimo no va en consonancia con mis propios mensajes ni con la tarjeta escogida. A veces, porque la vida está condimentada con sal y con pimienta, no siempre se está en el punto álgido del bienestar. El espíritu creador vuela para hacer que todo siga siendo bueno, pero la debilidad humana se deja vencer y le cierra las puertas a ese Espíritu que, desde la eternidad, con gran acierto, ha ido trabajando en las entrañas de la naturaleza y en el corazón y lo más profundo del ser humano.
Nunca he tenido duda, incluso cuando no me acompañaba el mejor estado anímico, de seguir aportando ese “pequeño” granito de arena con el que me empeño en hacer una enorme montaña de esperanza, de fe y de caridad para mi propia vida, aunque no lo consiga en la medida en que desearía. Y así, unas veces subiendo más aprisa, y otras debiéndome parar por el cansancio, cuando vuelvo atrás la vista veo que nada ha sido en vano, porque todos somos parte de una enorme cadena con miles, millones, trillones de eslabones que se fortalece del amor que, cada uno en particular, es capaz de dar en algún momento de su historia.
En este día, con el fresco todavía más intenso de la mañana, a punto de ver amanecer desde la ventana de la décima planta en la que vivo, con la luna despidiéndose hasta la noche y el sol a punto de brillar en todo su esplendor, doy gracias a Dios por lo bien que ha hecho las cosas, por la belleza de una creación que maltratamos más de lo debido y que es tan inmensa e inexplicable como el misterio del Amor con el que nos envuelve cada día. Le doy gracias por la medalla de la Virgen del Rocío a la que, para no variar, he besado tan pronto he abierto los ojos, porque soy consciente de la intercesión de María en mi vida, sin la que sería complicado avanzar en el camino. Le doy gracias porque tal como llega un día nuevo llegan montones de oportunidades para nosotros. Cientos de puertas están esperando a escuchar cómo suenan nuestros nudillos para llamar la atención de quien se encuentre al otro lado, y nos abra, y encontremos justo aquello que habíamos esperado tanto tiempo.
Con el nuevo día llega la luz para que la esperanza siga encendida, y motivos de toda índole para que nos aferremos al bastón de la fe, sin soltarnos, sin caernos, sin dejarnos en la estacada.
Los rocieros, además de un bastón, tenemos dos manos que nos levantan del suelo cuando nos ven cansados o aletargados por los sinsabores que nos encontramos en el recorrido, dos manos extendidas que se adelantan a una sonrisa inigualable y a una voz dulce que reconocemos en el silencio y que nos dice: “¡Venga, hijo, arriba. Hay que seguir y yo estoy contigo!” y, con esa voz en el alma, y con esa sonrisa en el corazón, y con esa dulzura estrechándonos en un abrazo, ¿por qué temer al día que llega?
Sea cual sea tu estado anímico actual, y las circunstancias que te hagan estar a mitad de la montaña o en lo más alto, sigue andando, avanza, déjate llevar con la confianza de que no vas solo, porque eso es de lo único de lo que estoy segura: de que el Amor de Dios no nos falla y de que la intercesión de nuestra Madre bendita del Rocío es tan constante como el sol que vemos cada mañana, que siempre está, aunque a veces las nubes no nos permitan verlo.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es