Siempre que hablamos del Rocío, de su entorno, del Santuario, centramos el tema –como no podía ser de otra forma-, en la Santísima Virgen y en su Divino Hijo Jesús; siempre acabamos reposando nuestra mirada en Ellos y destacamos rasgos, detalles que, por más que los hemos visto, acaban llamándonos la atención.
Hace muy poco, apenas unos días, en una de mis tantas visitas a la Virgen, me percataba del olor de la ermita, de esa fragancia natural a flores frescas que desde el altar consiguieron llamar mi atención y acaparar mi olfato de manera sorprendente.
Dirán ustedes que no tiene la menor importancia, más les puedo asegurar que no es un olor cualquiera, pues entre todas las flores que había: margaritas, claveles, gladiolos… Un aroma especial puede con los otros, casi los eclipsa si no fuera porque a la Virgen le gustan todas las ofrendas que sus hijos le hacen en cualquier época del año.
Salí del santuario, continué con mis cosas, y más tarde regresé a verla de nuevo y, de nuevo, el aroma del altar me rodeó centrando mis ojos en la Virgen. Es verdad que el rocío de cada mañana no huele a nada, simplemente salpica la tierra con gotas diminutas que la cubren como un manto transparente de pureza, pero el Rocío de la Virgen huele a flores, a una flor que solo Ella conoce, pero cuyo aroma nos persigue adonde vayamos, recordándonos su presencia e invadiéndonos de su amor.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es