Estoy convencida de que, al leer el título de mi editorial de hoy, varias personas que fueron testigos de lo que quiero compartirles, y que son lectores diarios de periodicorociero.es – Periódico digital rociero, van a sentir un escalofrío por el cuerpo, igual que lo siento yo al recordar uno de esos episodios que, a veces, de manera gratuita, porque Dios lo quiere así, suceden para darnos una enorme lección.
Hace unos catorce o quince años, aproximadamente, disfrutando de un hermoso día de Semana Santa, soleado, con el cielo despejado por completo, una temperatura agradable durante el día, que descendió algo cuando empezó a oscurecer, en uno de los días grandes de la semana mayor jerezana, el miércoles santo, callejeábamos para disfrutar de estampas privilegiadas que nos brinda el conjunto de una cofradía en la calle.
Después de mucho andar, viendo una y otra salida, queriéndolo ver todo, terminamos por aguardar en el palco el paso de cada Hermandad.
Tranquilamente, sin prisas, nos levantábamos cuando se acercaba una Cruz de guía, volvíamos a sentarnos, comentábamos la hermosura de ésta o aquella túnica, la sencillez y la elegancia de un cortejo, la alegría de una capa abierta al son del viento… De pronto se hizo el silencio. Justo en el palco de al lado, un niño de no más de tres años, reclamó la atención de sus mayores y dijo: “Mamá, huele a Dios”. El silencio se hizo más profundo, y las miradas entre quienes allí estábamos se volvieron cómplices, queriendo saber captar cuánto había detrás de la frase que había pronunciado la voz sencilla de un niño, que le había nacido de lo más hondo del corazón.
El incienso parecía no quererse ir, más bien traía y llevaba su aroma, rodeándonos, anunciándonos lo que un niño sabía y nosotros no habíamos visto.
Y sí, en poco tiempo llegó Dios, caído con su cruz a cuesta, arrodillado y con la cabeza girada justo hacia donde nosotros estábamos. El capataz dio la orden a los hombres de las trabajaderas de que pararan allí, donde el respeto y el silencio dolían hasta la médula. El niño, en brazos de su madre, rompió el silencio y, se escuchó una voz que casi no le salía del cuerpo: “¿Lo ves, mamá? Te lo dije, que olía a Él”.
Desde aquel día, cuando veo este paso por las calles de mi tierra, recuerdo a ese niño de pelo castaño y ojos grandes, que me alertó de la presencia del Señor y le pido siempre que me ayude a reconocer su olor, a que sea tan cotidiano a mí que sea capaz de reconocerlo en medio de todo y de todos.
Cuando parece que las cosas no salen como yo quiero, cuando hay demasiado ruido en mi vida, cuando las alegrías me visitan para darme una tregua, cuando mis esperanzas se ven culminadas… Acudo como aquel niño a los brazos de mi gran amor, mi Madre, la Virgen del Rocío, y le digo que me enseñe a oler el aroma de Dios, que me haga estar abierta a su presencia omnipotente y única y que si alguna vez perdiera el rumbo, Ella me alerte de que jamás me abandona.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es