martes, junio 17, 2025
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Mirar, callar y escuchar

Se ven estampas conmovedoras en el Santuario del Rocío. Todas están ligadas a alguna historia de Fe y de perseverancia: Personas que acuden a pedirle salud y las que llegan a agradecerle la recuperación, personas que le piden trabajo y las que le agradecen el haberlo encontrado, personas que ruegan salir de situaciones difíciles y las que le agradecen haber visto la luz para hallar la salida de laberintos tortuosos… Y así podríamos rellenar cientos de hojas, porque la intercesión de María Santísima del Rocío jamás queda en el olvido del corazón de Dios.

Una de esas estampas que se me quedó grabada en el corazón hace unos años, (y afortunadamente también en mi cámara de fotos), fue la de un pequeño que miraba a la Virgen fijamente y se arrodilló durante un tiempo prolongado en uno de los escalones del Santuario. Los padres lo llamaron varias veces para salir, pero él no se inmutaba y seguía en la misma postura, sin quitar ojo de la imagen de la Virgen. Era tal su atención que no se distraía ni con el sonido de los tamborileros, ni se sobresaltaba con los cohetes que se escuchaban al paso de algunas Hermandades por las puertas laterales del Templo, ni con los que hablaban sin parar y sin respetar el silencio y la oración de los demás ante la Virgen. Nada consiguió que el niño despegara su mirada de la mirada de la Virgen del Rocío.

Me preguntaba cómo era posible que en un cuerpo tan pequeño hubiera tanta capacidad de concentración y que cupiera en su expresión tanta ternura, que se propagó a los que estábamos cerca de él.

Los intentos de su madre para llevárselo fueron nulos, hasta que pasado un rato, se acercó su padre y lo tomó en brazos: “Anda, hijo, es hora de irse”. Él se dejó llevar en esos brazos y mientras se alejaba por la puerta que da al Real, seguía mirando a la Virgen sin dejar de enviarle un puñado de besos con sus manitas…

En el lugar que él estaba me puse yo y esa vez no quise hacer otra cosa que lo que hizo ese niño: mirar, callar y escuchar. Porque estoy convencida de que la Virgen habló a su corazón y yo desearía que mi corazón también tuviera la inocencia del corazón de los niños que se acercan a Ella solamente para contemplarla, para guardar silencio y al despedirse de su presencia, desenvolver un tesoro de besos como si fueran regalos que nuestra Madre recibe con infinita dulzura.

Francisca Durán Redondo

Directora de periodicorociero.es

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