Me preguntaba una vez un buen amigo por qué tantas personas terminaban sucumbiendo a las emociones que se viven ante la imagen bendita de la Virgen del Rocío.
Éste amigo es algo escéptico, se formula cientos de preguntas y siempre busca la respuesta en teorías científicas, en documentos avalados por la firma de importantes investigadores y en libros que barajan curiosas hipótesis, alejadas todas ellas de una verdad tan grande como la Fe.
Él me ha escuchado hablar en numerosas ocasiones sobre el Rocío. Alejada su intención de dañarme con sus comentarios, argumentaba la parte de su diálogo en sus teorías aprendidas y, sin embargo, siempre le he notado en su discurso un interés que va más allá de los párrafos de todos esos libros de los que se ha empapado y en los que se dejó alguna que otra pestaña, porque es evidente que tal es su interés que no ha dejado de bucear para dar con lo que busca.
En Romería, antes de partir para el Rocío, su voz es de las primeras que se acerca a mi teléfono, me desea buen viaje, me dice que lo pase bien y termina añadiendo: “ya me contarás a la vuelta”. Y a la vuelta, vuelve a ser de los primeros en llamarme para mostrar interés sobre cómo han ido las cosas. A veces le hablo de la parte “trivial”, sin ahondar en nada, reconozco que hubo un tiempo que me agotaba manifestarle esa otra realidad, que está en lo profundo del alma y que, seguramente él no vería jamás en sus codiciados libros, por lo tanto tampoco iba a entenderme.
El pasado año, como si fuera una tradición, se produjo nuevamente su llamada en el tiempo preciso, y antes de terminar la comunicación me dijo: “espero que cuando vuelvas me cuentes todo”.
Viví un Rocío muy especial, por variados motivos y porque la Virgen quiso que fuera así y uno de los motivos fue él, mi amigo, de quien me acordé de forma súbita, una de las muchas veces que estaba delante de la Virgen, como si Ella, o quizá su Hijo, me lo hubieran traído con rapidez a mi pensamiento.
Algo me decía que él necesitaba de mi oración y recé por él por largo tiempo.
A mi regreso, como siempre, esperaba oír su voz dándome la bienvenida. Nos vimos unos días después de terminada la Romería y le entregué un Rosario que compré para él en el Rocío. Se quedó mirándolo, me lo agradeció y le conté todo: mi experiencia de Fe, mi alegría como rociera, mi vivencia enriquecedora como persona y como cristiana.
Él prestaba atención, no hizo muchas preguntas y yo aguardaba que, de un momento a otro, comenzara su exposición de milimetrados y aprendidos razonamientos… Pero no fue así. Sólo me dijo que echaba de menos estas charlas, que hacía tiempo que no le contaba esa parte que él necesitaba escuchar y que quizá algún día, él también descubriría un Rocío.
Ese día mi amigo me dio una lección. No volveré a callarme mi Fe, hablaré de mi convicción cristiana y rociera como lo más grande de mi vida. Lo anunciaré allí donde me encuentre: si no me dejan con palabras, que Dios me asista con la práctica de la enseñanza del Pastorcito Divino. No buscaré convencer a nadie, pero tampoco me privaré de expresar que para mí, ser rociera, es lo mejor que ha podido pasarme.
Y como le dije a mi amigo Eduardo, no tengo argumentos que puedan asegurarle que todo lo que siento es verdad, pero tengo mi Fe, con la que pueden moverse las más inalcanzables montañas y unos ojos, a los que miro, y donde siempre me pierdo, dejándome conducir a ciegas, y que me hacen sucumbir al amor que de Ella recibo.
No es, en definitiva, una teoría que pueda aprenderse memorizando frases o largos párrafos, es un testimonio de vida, de alguien que ha vivido en primera persona que el Rocío es GRACIA y la Gracia transforma.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es