Tengo la suerte de haber conocido a personas maravillosas que, me dan la sensación, están tocadas directamente por la mano Divina de Dios. Y sé que cualquiera podría decirme, y con razón, que por la mano de Dios todos estamos tocados. Pero esas personas comprendieron de inmediato la responsabilidad tan grande que, precisamente, por haber sido conscientes de recibir un don del Padre Creador, tenían para consigo mismos y con sus semejantes.
Son personas que irradian una alegría distinta, con fuertes cimientos en la Fe, inspiran confianza a su alrededor y son incapaces de hacer algo que pudiera acarrear un daño, por pequeño que fuere, a nadie que se les acerque. Transmiten serenidad y no por ello están ancladas en realidades que catalogamos pasadas de moda, sino más bien todo lo contrario. Viven la actualidad con una intensidad que terminan por contagiar antes de que terminen una frase.
Cada una me ha aportado diferentes valores. Pasaron en un momento concreto por mi vida, pero todas permanecen vivas en mi recuerdo, en mi oración y en mis reflexiones, porque traían sus manos llenas de bondad y generosidad para darme.
En esta mañana, en la que se adivina un día especialmente soleado y hermoso, cuando mi reloj marca las seis y veinte y yo escribo el editorial del día, se me han venido al pensamiento las personas que han marcado mi existencia como rociera. Y, de pronto me ha invadido un sentimiento de gratitud y emoción porque les debo un aprendizaje de Rocío diario, el que se va fraguando a paso lento, el que no dura una semana sino toda la vida, el que te lleva a peregrinar cada día detrás de la Virgen, en una carreta que va hasta arriba de alegría, pero también de tribulaciones, sufrimientos y desesperanzas.
Una carreta que parece hundirse y, sin embargo, con personas así siempre sale a flote, porque no permitirían que la Virgen del Rocío llevara sola todo el peso. Estas personas son rocieras con todas las letras, con palabras y con hechos, con devoción y con testimonio, con gozo en el corazón y con entrega en el alma.
Se sintieron obreras del trabajo intercesor de la Virgen, y le prestaron sus ojos, sus pies, sus manos, su corazón y cuanto hiciera falta, para trasladar la ayuda Divina a la ayuda humana. Y he tenido esa suerte, sí, y por eso deseo dar gracias con toda mi alma, por haber conocido a personas que están tocadas por las manos del Pastorcito Divino y cuya felicidad no es otra que la de hacerle la vida agradable a los demás, buscando su bien, incluso, por encima de sí mismas.
¡Cuántos rocieros acarrean para la Virgen estos corazones desprendidos que sólo viven por Ella y para Ella!.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es