Alcanzamos hoy el Viernes de Dolores del año 2025, el viernes anterior al Domingo de Ramos, un día que nos acerca a María, a los dolores que Ella padeció a lo largo de su historia desde que asumió ser la Madre del Hijo de Dios.
Desde el año 1.715 también se celebraba esta fiesta el 15 de septiembre, así lo estableció la Iglesia para que los fieles profundizaran en los conocidos como “siete dolores” más importantes en la vida de la Virgen. Después, pasó a tener una única celebración en el día en el que hoy lo conocemos.
Los siete dolores son la profecía de Simeón cuando María fue a presentar a Jesús al Templo y Simeón le anunciaba que una espada atravesaría su corazón. El segundo está centrado en la huida a Egipto al enterarse de que Jesús, recién nacido, ya era buscado y perseguido de muerte. El tercero fue cuando Jesús se perdió durante tres días. El cuarto, cuando encontró a su Hijo con la cruz a cuestas camino del Calvario. El quinto, la crucifixión y agonía de su Hijo Jesús. El sexto, la lanzada y el momento en que recibió a Jesús ya muerto en sus brazos y, el séptimo, el entierro de Jesús y la soledad que la Virgen sintió.
Repasando los dolores de María, recuerdo cuántas personas atraviesan ahora por sufrimientos y momentos difíciles, cuántas madres sienten cómo si una espada les atravesara el alma cuando ven a alguno de sus hijos sufrir, cuántos cristianos viven el exilio y huyen de donde se encuentran para no ser asesinados por causa de Jesucristo, cuántos jóvenes andan perdidos en caminos de oscuridad, cuánta gente lleva a cuestas una cruz pesada de desesperación, desaliento y desconsuelo, cuántos viven la agonía de no saber qué hacer ni por dónde tirar para salir adelante, cuántos sienten como una lanzada en el pecho el desprecio y la humillación de los demás y cuántos, a la hora de su muerte, no tienen a nadie que les dé su mano.
Acercarse al dolor de la Santísima Virgen es, sin duda, conocer hasta dónde llega el límite de su confianza que, aún en el dolor, supo estar al pie de la cruz.
Los rocieros estamos acostumbrados a mirar a nuestra bendita Virgen del Rocío en su imagen serena y gloriosa, con su Hijo en los brazos, con esa mirada que parece decirnos que ahondemos en el mensaje de vida que hay en sus manos. Hoy, cuando la busquemos al despertarnos en nuestra cabecera, o en la foto de la mesilla de noche, o en el cuadro del salón o del lugar especial de la casa, miremos en la profundidad de sus ojos cuánto se puede aprender también en las situaciones más complicadas, porque de todas se sale con su ayuda y con la confianza en Aquel que fue fiel a su promesa de permanecer con nosotros para siempre.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es