Ocurre que cuando todo funciona a las mil maravillas, cuando tenemos el trabajo soñado, con los resultados soñados, con la familia perfecta, con la casa fabulosa, con el coche de gama alta, con el móvil de última generación, con los amigos ideales para formar “yupi pandi happy”, cuando hemos podido conseguir todo eso y más, creemos que Dios está de nuestra parte. Pero cuando bajamos de esa nube engañosa, que nos hace creer que eso es lo más importante, y nos damos cuenta de otras realidades que también nos alcanzan, decimos sentirnos abandonados de su mano.
Voy al Rocío y siempre llevo una mochila invisible llena hasta arriba de oraciones, las mías y las que me confían otras personas. A veces, sé exactamente qué es lo que piden y se lo digo a la Virgen de su parte. Otras, simplemente, le recuerdo que “fulanito” o “menganito” sigue pendiente de algo que Ella sabe.
Creo que mucha gente se siente infeliz porque desea más y se olvida de agradecer. Hay quien le suplica a la Virgen empleo, pero cuando el empleo llega se siente insatisfecho porque pensaba que iba a tener uno mejor. Hay quien le implora salud, pero cuando se recupera piensa que es mejor la enfermedad que no tener dinero. Hay quien le ruega que le ayude en temas económicos, pero cuando la economía empieza a dar mejores señales se queja de que otros tienen más dinero que él. Hay quien le pide reconciliarse con alguien, pero cuando llega el momento de la verdad no es capaz de reconocer la parte de culpa que le toca en su distanciamiento. Hay quien se siente frustrado porque considera que debería estar ocupando puestos de relevancia en su trabajo, pero cuando le invitan a formarse para tener la oportunidad de que ese cambio llegue a producirse, se siente ofendido. Y así podríamos seguir escribiendo cientos de situaciones con las que uno u otro pueda sentirse más o menos identificado, porque siempre queremos más y lo alcanzado nunca lo agradecemos.
Si dedicáramos una milésima parte de nuestra oración a agradecer con toda el alma, en lugar de pedir, todo se transformaría de manera sorprendente.
En mi mochila rociera os puedo asegurar que nunca llevo nada por parte de los demás que no sea una petición. Nunca nadie me ha dicho: “Cuando veas a la Virgen, dale las gracias de mi parte”. La frase siempre empieza de otro modo: “Si vas al Rocío, pide por mí, por favor, dile a la Virgen que necesito su ayuda”. Y me sorprende. No me cuesta nada llevar la mochila llena, aunque eso a veces me lleve a pensar que lo mío acabará en la lista de espera, pero me sorprende que nadie aumente el peso que ya tiene para darle las gracias.
Se nos olvida tan pronto todo lo que recibimos de Ella, de su intercesión, que apenas nos concede una cosa, pasamos a la siguiente como si estuviéramos frente a una hada madrina, con su varita mágica, en lugar de estar ante la Madre de Dios, que es el templo del Espíritu Santo, el que todo lo puede, y el que derrama su gracia para hacernos más tolerantes, pacientes, perseverantes, orantes…
Mi mochila rociera también tiene que irse despojando de tanto ruego y de irse llenando de más acción de gracias. Tiene que pasar del “dame, al gracias por lo que me das”, cambiar el “Madre mía, ayúdame, al Madre mía, gracias por ayudarme”, porque en ese preciso instante, cuando dejamos de avasallar y agradecemos, sin dudar, la gracia que le estamos pidiendo, en ese preciso instante actúa la fuerza poderosa de la mediación de María, y la Omnipotencia de Dios.
Confiemos sin fisuras. Confiemos cuando nos veamos en medio de un prado con millones de flores y colores, y cuando estemos en un barco zarandeado a merced de las olas en medio de una tempestad. Confiemos dando gracias porque Dios es amor, y a nosotros su amor nos llega cada vez que, mirando a la imagen de la Virgen del Rocío, le estamos agradeciendo, antes de que llegue, todo lo que se le confía a la intercesión infalible de la Virgen.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es