Ayudar a los demás es una de las más hermosas experiencias que se pueden tener, porque al intentar tenderle una mano al prójimo te das cuenta de lo delgada que es la línea entre estar hoy abajo y mañana arriba o, al contrario, hoy arriba y mañana abajo.
Nadie está inmune de atravesar situaciones límites de necesidad y aunque sólo sea porque el presente y el futuro están en las manos de Dios, y nunca sabemos lo que la vida puede depararnos, estamos llamados a compartir en este camino en el que todos estamos de paso.
Por eso, cuando te acerques a ayudar a otros, no los llames “pobres” porque eso te hará sentir rico y una de las peores miserias es la de sentirse por encima del prójimo.
De toda persona se puede aprender una lección siempre que se esté dispuesto a aprender, sólo depende de si ya piensas tenerlo todo sabido.
Mucha gente sin recursos económicos son, paradójicamente, los más propensos a compartir. Los que más tienen, a veces, atrapados por la avaricia, intentan hacer que sus granos de trigo sigan amontonándose para llenar mayores graneros. También están los que emplean sus dos manos para repartir puñados de lo que consiguieron a fuerza de trabajo y constancia.
Y es que en la viña del Señor de todo hay y lo mejor es que todos cabemos y, en esa convivencia de cada día, se nos hace la invitación por igual, sin medirse las cantidades: Dios sólo nos pide aquello que sabe que podemos llegar a darle. Y dárselo a Dios es tan fácil como descubrirlo en el mendigo, en el que pasa hambre, en el que está en la cárcel, en el drogadicto que te pide alguna moneda cuando aparcas el coche, en el extranjero que te vende pañuelos de papel cuando el semáforo se pone en rojo, en la gitana que te ofrece un ramillete de romero para que se lo compres, en el que duerme bajo el dintel de alguna Iglesia tapado con cajas de cartón, en el borracho con el que evitas cruzarte, en el vecino que te parece tan desagradable, en el niño travieso, en el joven rebelde que contesta aquello que primero se le viene a la cabeza, en el enfermo rodeado de gente y en el que no tiene más compañía que las voces de los médicos cuando pasan consulta o de las enfermeras que entran a darle su medicación en el momento indicado… En cada uno de ellos, en ti que puedes ser maravilloso e, incluso, en mí, que puedo ser desastrosa, está la imagen viva de Jesús, el sonriente Pastorcito Divino.
Cuánto podríamos ayudarnos los unos a los otros regalándonos sonrisas, dedicándonos tiempo, guardando las prisas para escuchar a quien lo necesita, levantando el teléfono para llamar a un amigo que sabemos que lo está pasando mal, visitando al enfermo que agradece más que la medicina el cariño de quien se acerca hasta su cama para estar con él un rato, dando un abrazo a nuestros padres o hijos o hermanos sin esperar que llegue el cumpleaños o el fin de año para hacerlo, ayudando al parado a encontrar trabajo, alimentando con pequeños detalles el transcurrir de cada día: no hace falta comprar una rosa, a veces, las plantas trepadoras se asoman a la calle para ofrecernos olorosos jazmines y, uno de ellos, ¡cuánta felicidad podría llevarle a alguien si se lo entregáramos como si fuera un canasto lleno de flores!
Si alguien te pide ayuda no se la niegues. Nadie sabe lo que realmente está pidiendo aquel que te extiende su mano.
Basta con mirarlos a los ojos para darnos cuenta de que cada uno de ellos es el Hijo que lleva en sus brazos la Virgen del Rocío.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es