Hoy sábado, les traemos un nuevo artículo de los escritos en otras épocas, en este caso, nuestro colaborador Antonio Díaz de la Serna, ha seleccionado uno que fue publicado el año 1994 en el ABC de Sevilla, y que fue escrito por Aurelio Verde. Como siempre, deseamos que nuestros lectores de periodicoro.es lo disfruten.
Mucho se ha escrito acerca de los perfiles distintivos de la sevillana rociera, sobre la peculiar esencia que le da sello y carácter por sí misma. Al margen del propio contenido alusivo a la romería –sin esa condición primera no se la podría bautizar como tal-, los teóricos del asunto aluden al sosegado compás que impone el baile por las arenas –como si sólo sobre ese terreno se marcara la gente una sevillana-, al substrato musical que la haga fácilmente interpretable por un coro de voces, amén de otros escudriñamientos de los aficionados y pontificar y a exprimir el zumo de un limón por el gusto de blandir conocimientos. Como ferviente parroquiano de los terrenos de la copla, siempre he procurado permanecer al margen del oficio de comentarista, crítico o enciclopédico buscador de raíces, parentescos y vertientes ignotas. Me limito, en lo que al cante se refiere, y porque esa es mi vocación, a escribir, cantar –lo poco que mis facultades me permiten-, bailar –cuando el ambiente es propicio- y, sobre todo, a paladear el sabor de la copla que merece ser recreada en los sentidos. Dejo para otros la noble tarea de sondear en los patrimonios del pueblo.
Por todo ello, si tengo que hablar de la sevillana rociera, prefiero atender a un matiz que la hace, a mi buen parecer, hermosamente sustancial. Y me refiero a la carga de los sentimientos nuestros que es capaz de poner al retortero una sevillana cantada en un momento preciso, al hondo significado que adquiere para el peregrino el contenido de una copla.
Yo he visto irse a mi gente
y me tuve que quedar
pero el corazón volaba,
volaba siempre detrás…
Quizá no sea éste un perfil exclusivo de la copla que canta al Rocío. Cualquier estrofa escrita en los aires que alguna vez trasciende las imprecisas fronteras del corazón, puede desencadenar con su eco repetido el mismo vendaval de sentires que aquella primera vez que tan a la culata del corral nos llegó. Mas como la romería, con todo su cortejo de retablos y condimentos, acarrea un tropel irrepetible de zamarreones vitales, es fácil de calibrar que las sevillanas que por allí se canten y se escuchen coincidan con algunos de esos íntimos, benditos, arañazos que nos marcan a perpetuidad. De esa forma asociamos la copla con el sentimiento que se nos pone a flor de piel, la cargamos con un bagaje del que ya nunca podrá desprenderse. ¿Quién me dice a mi que no? ¿Quién, que tenga colgados en la cabecera de su cama una medalla y un cordón entrañablemente ajados, puede decir que no atesora en un rincón inaccesible un racimo de sevillanas que lo traen a mal traer cada vez que las escucha? ¿Quién que tenga a sus espaldas una historia de caminos de ida y vuelta se libra de la almendra en la garganta que sube hasta los ojos y empaña la mirada cuando vuelve a sonar en sus oídos un verso que lo marcó para siempre?
Cuando pasen siete años
¿quién podrá volverte a ver,
Pastora de tus rebaños,
rompiendo el amanecer?
Cada cual tendrá su repertorio personal de memorias y nostalgias labradas a compás de sevillanas; yo, aquí, en estos renglones, me impongo l atarea de desgranar algo de ese escondido diario, dejando que los recuerdos vengan a su aire, alentado como estoy por estas vísperas que se viven cuando me pongo delante del papel. Mucho me quedará por decir por cuestión de espacio, y lo que escriba dará testimonio de lo que se quede por el tintero. Es ésta una forma como otra cualquiera de desnudar las emociones, de confesar al dictado de la pluma mis particulares y más bellas servidumbres con el sentimiento.
Todo nacimiento tuvo su simiente. Y una de las visiones del camino que se graba con buril de admiraciones es la majestad de arenas que la Raya Real abre al hollar del caminante. Y esa lejanía de ensoñación morisca del Palacio, que conforme se acortan distancias, va acentuando sus contornos. Se cierran los ojos y allá que vamos.
Estuario de Palacio
donde la Raya desagua
el torrente de los vientos
que por la marisma pasan…
y los versos saben a resol inmisericorde que reverbera, que lastima y a la vez acaricia. O a dulce caída de la tarde, cuando ya se puede mirar arriba, el cielo amarillea y la cigüeña se deja ver como un blanco silencio que se desplaza. En definitiva, nos sabe a camino como tantas sevillanas de corte impresionista, que al reflejar una geografía tan querida no hacen otra cosa que subirnos a la grupa de su musical cabalgadura y llevarnos, en un abrir y cerrar de sensaciones, hasta ese lugar por donde fuimos caminando, viviendo, acercándonos o alejándonos del Rocío.
Alcaicería de sueños,
norte del corazón mío,
guadarnés de los luceros,
eso es el Rocío…
Es la inmanencia de los recuerdos o el manejo que hacemos de ellos para perpetuarnos en la dicha. La descripción de un paisaje en la copla o de un fenómeno asociado a ese entorno no es más que el pretexto para volar al ayer. O el vehículo para soñar con el mañana que ha de venir.
Solano de los pinares,
tú que alisas las arenas…
Cuanto más de ti me alejo
parece que estoy más cerca.
Y se produce el milagro de nuestra particular levitación rociera. Es la sevillana al servicio de los sueños que se buscan con los ojos de par en par.
Las marismas son tan anchas
y el paisaje es tan abierto
que antes que el día se escape
la noche lo ha descubierto.
¿Y qué decir cuando el verso encierra algo más que una pincelada campera de bancos de arena y arboledas? Si la sucinta y lírica alusión del marco nos hacía identificarnos con la experiencia, que contar cuando el escritor hurga por la vereda más corta en los sagrados templos del latido.
Arrímate a mi candela
si la tuya se apagó,
que no se queme ese tronco
sin repartir el calor…
hay tantas y tantas ocasiones a lo largo de la peregrinación, lo mismo para el encuentro alma con alma que para el humano roce, que si una letra de sevillana viene a posarse en esa encrucijada, en esa herida que el tiempo nos hace, puede terminar rotulando con acento perdurable ese jirón de la vida.
Aquel que tenga pendiente
una deuda con su hermano
que la mesa no se siente
sin antes darle la mano…
Y en el cenit del lunes, apretado el amor bajo la aurora que se deja venir, en el hermanamiento de la puerta de la casa, cuando afloran espinas de un año entero y la Virgen se acerca a posar su vuelo de bálsamos en tanto afán como arrastramos, el clamor volverá a hacerse cante y el cante se hará oración.
Si bonita con la luna,
más guapa estás con el sol,
eso será que te alumbra
la luz de mi corazón.
Aurelio VERDE