Está ahí, silencioso y paciente, en la pequeña capilla que para custodiarlo se construyó en la ermita del Rocío, a la derecha, tal como se entra por la puerta lateral del Santuario, la que mira a la Marisma… Está ahí el Señor de los señores.
Pocos se percatan de su presencia. La mayoría va derechito a la reja, está unos minutos, se santigua y se va por donde entró. Solo unos pocos se acercan a visitarlo, a estarse un rato con Él, el que lo puede todo, el que lo concede todo, aunque para ello recurramos a la Virgen para que nos eche una manita con su mediación.
Algunos hasta se preguntan para qué está ahí “eso” si ya tenemos a la Virgen, sin saber que la Virgen está ahí, precisamente, para que no nos olvidemos del pan de vida que, a diario, se reparte a pedazos en cada rincón del mundo.
Unos se quejan de que “no es una capilla que ayude al recogimiento”, otros opinan que “es una pena que sea tan pequeña”… Pero las quejas no son más que fáciles excusas para justificar que no dediquemos unos minutos para estar con Él, con el Señor de los señores.
Conforme me voy acercando a la Virgen del Rocío, veo que no retira la mirada del tesoro de sus manos. En ellas lo encontramos como un Dios hecho Niño, al que podemos mirar con confianza porque siempre nos ofrece alegría y generosidad, tanta generosidad que se quedó entre nosotros en el Misterio grandioso del amor, en el Santísimo sacramento del altar.
Debería ser el primero en acaparar nuestras miradas y, curiosamente, es al que menos atención le prestamos, y está ahí, silencioso y paciente, en la pequeña capilla que para custodiarlo se construyó en la ermita del Rocío. Tan silencioso y paciente como nuestra Madre, que nos muestra continuamente dónde está Él y seguimos saliendo de su presencia como si no nos hubiéramos enterado.
A Ella sean dadas las gracias por llevarnos de la mano al Señor de los señores.
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es