Ayer una pequeña se caía en la puerta del trabajo. Fue una caída de lo más insignificante y, las cosas de los niños que tanto nos hacen sonreír, había caído sentada, (creo que amortiguó el golpe con los pañales), pero ella se dejó levantar por su madre lloriqueando y señalándole la rodilla pidiéndole una “tirita” para sanar su herida.
Su madre le acarició su piernecita, la abrazó consolándola y le explicó que no se había hecho nada en la rodilla, que no necesitaba yodo ni esparadrapo y que sólo se había asustado. Pero la niña insistía con sus lloros y le decía: “mamá, me duele”.
Y la mamá, con santa paciencia, prestó toda la atención del mundo a esa herida invisible que a su hija le dolía.
Algo parecido debe ocurrirnos a nosotros cuando, como niños, acudimos a la Virgen del Rocío con nuestras heridas y le decimos: “me duele, cúrame”. Y Ella nos atiende y nos escucha aunque sean heridas diminutas, que verdaderamente no tienen demasiada importancia, pero que se convierten en un mundo para nosotros y buscamos su cuidado y la “tirita” que cubra el dolor que nos produce.
Pensé en la suerte que tengo al poder caer y amortiguar mis caídas, (aunque por la edad ya no lleve pañales), y a levantarme dejándome coger por su mano y sentirme acariciada y curada con su consuelo.
Pensé en el privilegio de tenerla por Madre, más aun, en lo maravilloso que es que Ella me quiera por hija y sé que hay sufrimientos grandísimos en el mundo, pero qué hermoso es que la pequeñez de nuestros sufrimientos también sea importante para la Virgen cuando la necesitamos, aunque las heridas no precisen de tiritas, vendas, ni esparadrapos.
En realidad, ¡quién, cuando mira sus ojos, no se siente sanado!
Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es